Por lo general, los seres humanos no solemos escuchar demasiado a nuestro cuerpo. Pasa, por ejemplo, con la alimentación: son pocas las veces del día en las que realmente sentimos hambre; el resto del tiempo, comemos porque «tenemos que comer», porque se nos enseñó que a las 14:ooh y a las 20:30h hay que comer…
- Tomamos demasiados carbohidratos refinados.
Hay algunas comidas que pueden hacer que pocas horas después volvamos a tener hambre repentinamente. Esto pasa con las que poseen un alto grado de hidratos de carbono refinados como puede ser la pasta no integral, el pan blanco o la bollería. “Tenemos un subidón de glucosa en sangre que luego rápidamente cae en picado y vuelve a entrar hambre. Acabamos comiendo más porque son alimentos que no nos sacian y no nos aportan ningún nutriente de interés”, asegura Paula Lucio, dietista y nutricionista del Centro Psicología y Nutrición Retiro. - Y sin embargo, pocas grasas.
Sí, esto inicialmente es algo que chirría a lo que llevamos escuchando toda la vida pero las grasas no son tan malas como creíamos. Ni para el riesgo cardiovascular, como han puesto de relieve varios estudios, ni para las dietas. La ingesta de las llamadas grasas buenas, presentes en los vegetales, el aceite de oliva o los frutos secos, hace que aumente la sensación de saciedad.Para el tratamiento de la obesidad, cuando hay más grasa, siempre en un régimen hipocalórico, la gente tolera mejor la dieta y pierden más peso que con una alta en carbohidrato”, explica el doctor Emili Ros, director de la Unidad de Lípidos del Hospital Clinic de Barcelona y jefe de grupo del CIBER de Obesidad y Nutrición del Instituto Carlos III. Así que si llevamos una dieta demasiado baja en grasas corremos el riesgo de comer más y no quedarnos satisfechos.
- Comemos (por lo general) demasiado rápido.
El mecanismo que regula el apetito y la saciedad es un terreno en el que aún queda mucho por conocer sin embargo hay algunas cosas que sí sabemos, como la importancia de dos hormonas: la grelina y la leptina. A la primera se la conoce como la hormona del hambre; es secretada en el estómago y es la que nos produce la sensación de apetito, mientras que la segunda, la leptina, es la que nos da la sensación de saciedad. Según los estudios, justo antes de comer los niveles de grelina son más altos y tarda entre 30 minutos y una hora en volver a sus niveles normales. Por ello, si comemos demasiado rápido, no le estamos dando la oportunidad a nuestro cerebro de darse cuenta de que ya estamos llenos. - Y además, demasiado tarde.
El momento del día en el que se ingiere un determinado elemento no es baladí. Esto es lo que, entre otras cosas, defiende la cronobiología, una disciplina, que entronca con la fisiología, la endocrinología y la medicina, y que estudia los ritmos biológicos y cómo nos influyen.“La cronobiología está mostrando que no solo es importante controlar la cantidad y el tipo de alimento que ingerimos, sino también cuándo lo ingerimos. El momento del día o de la noche en el que nos alimentamos influirá en cómo vamos a aprovechar y metabolizar el alimento”, asegura Juan Antonio Madrid, catedrático de Fisiología y director del laboratorio de Cronobiología de la Universidad de Murcia.
Una de las conclusiones que obtienen los estudios que relacionan cronobiología y nutrición es que comer pronto ayuda a adelgazar. “Parece claro que adelantar las comidas, tanto al mediodía como la cena, es saludable. Por ejemplo, las personas que comían antes de las 3 de la tarde conseguían adelgazar más que las que lo hacían después de esta hora”, concluye Madrid.
- Comemos «por los ojos».
Nuestro cerebro es hedonista. Observándolo mediante resonancias magnéticas para evaluar el comportamiento del circuito de recompensa cerebral (las regiones del cerebro relacionadas con la motivación, el deseo y el placer) a los investigadores les resulta claro que el cerebro reacciona de manera diferente cuando se le expone a la visión de comidas que les resultan apetecibles y de otras que no.Si experimentamos una sensación muy placentera al comer una determinada comida, nuestro cerebro guarda en su memoria esa situación como placentera y tiende a buscar activamente ese tipo de acción para tener esa recompensa de nuevo”, asegura el doctor Pablo Irimia, especialista en Neurología por la Clínica Universitaria de Navarra y vocal de la Sociedad Española de Neurología (SEN). “De tal forma las comidas con probablemente más contenido calórico o más apetecibles desde el punto de vista visual hacen que nos comportemos de forma distinta e intentemos comer más que si comiéramos verduras o frutas que no nos produzcan esa sensación tan placentera”, sentencia.
- Y también «por la nariz».
Con el olor pasa algo similar a lo que sucede con la visión de un alimento que nos resulta satisfactorio: se activan en nuestro cerebro los mismos mecanismos de recompensa. “Forma parte de ese circuito por el que el cerebro busca situaciones placenteras y todo lo que le resulte atractivo, sea desde el punto de vista visual, olfativo o gustativo, intenta repetirlo. La experiencia culinaria es un todo que incluye estos tres aspectos”, explica Irimia.